Dr. Aarón Rodríguez Serrano
Uno de los síntomas más evidentes del malestar ideológico que rodea al sujeto contemporáneo es la peligrosa censura que parece haberse establecido sobre ciertas palabras. Mientras se escancian generosamente una batería de términos que parecen por momentos sacados de la neo-lengua de Orwell (el tan manido género, desviación políticamente correcta del término sexo) se bloquea el acceso a otros términos mucho más necesarios para el sujeto como alma, Ley, sacrificio o goce. ¿Por qué nos dan tanto miedo estas palabras? ¿Por qué parecen sonar a una especie de orden arcaico opresivo perdido en la noche de los tiempos que nada tiene que ver con esa aparente libertad de la que se beneficia el sujeto postmoderno? Y si, efectivamente, el exilio de esos términos nos ha bendecido con una sociedad mejor y más libre, ¿por qué demonios se sigue manteniendo ahí la angustia, la incertidumbre, la psicosis? Dicho con otras palabras: ¿por qué nos cuesta tanto relacionarlos con el Otro?

Si algunas palabras son discriminadas del lenguaje es, necesariamente, porque incomodan al sujeto, porque generan efectos extraños al ser pronunciadas. Pero, según el psicoanálisis, esa es precisamente la única manera de encontrar una cura: la de pelear a toda costa una Palabra que sea lo suficientemente fuerte como para integrar nuestros miedos, nuestras derivas, nuestro horror. La Palabra, cuando realmente se articula en su dimensión perfecta –la dimensión que salva al sujeto, que nos salva- es siempre radical, absoluta, todo nuestro universo parece pender de ella. Por ejemplo, nada hay tan simbólico, tan arriesgado y decisorio como una carta de amor. Erik Porge afirmó: “Las palabras de amor cambian a los interlocutores y los constituyen en su amor” (1).

Y es que desde El malestar de la cultura de Freud parece osado seguir pensando que el mundo está diseñado para que nosotros lo habitemos. Mucho más allá, las relaciones entre la cultura y ese Apocalipsis que late en el corazón de los sujetos quedó al manifiesto con tanta brutalidad en la Alemania nazi que cualquier argumento sobre la hipotética bondad del ser humano debería ser automáticamente puesto en cuarentena, sometido a la duda. Quizá lo más horrible de Auschwitz no fuera simplemente esa sádica maquinaria industrial puesta al servicio del exterminio. Los que nos empeñamos en defender contra viento y marea la unicidad del horror nazi, la imposibilidad de compararlo con ninguna otra catástrofe histórica (presente o pasada) cada vez encontramos más argumentos para esgrimir contra aquellos que se empeñan en comparar Ramala, Rwanda o cualquier otro conflicto con las factorías dementes de Birkenau. Por ejemplo, la existencia de los llamados “comandos del goce”, aquellos burdeles situados en el corazón mismo de los campos de exterminio, aquellos espacios inhabitables en los que se conjuraba un encuentro físico del todo imposible, siempre bajo la atenta mirada del guardia de turno.

Así, y tantos años después de la liberación de los campos, vivimos en una sociedad saturada de imposiciones de goce y situada en plena deriva relativista. De tal modo, el Super-yo (se recomienda siempre la lectura del Seminario 20 de Lacan) ha acabado por ocupar el lugar de toda ley simbólica, proponiendo un único imperativo: ¡Goza! Hagan el ejercicio y vean diez minutos de la publicidad emitida en cualquier franja horaria. Lo que está en juego en el nuevo sistema audiovisual no es sino la propagación del goce, un goce del todo imposible de asumir por el sujeto.

De ahí precisamente que, en nombre de las leyes de este nuevo sistema, las relaciones entre el sujeto, su deseo, su amor y su goce se encuentren cada vez más enredados en una maraña en la que se anida, simple y llanamente, la presencia de lo psicosis. Recuerden, por ejemplo, una cinta tan traída y llevada como Avatar. ¿De qué se habla, en el fondo, sino del horror del cuerpo real, sino de la tentación de realizar un escapismo imaginario para gozar completa y virtualmente? Recuerden también Shutter Island y esa precisa conexión entre los monstruos de Occidente, los cadáveres de la maquinaria nazi y la psicosis del sujeto.

Nuestra investigación ha pretendido pasearse por esos territorios limítrofes y por eso ha resultado ser un ejercicio incompleto, frustrado, siempre mejorable. La conferencia propuesta para el Grupo Irina Khov tuvo esa fragilidad de las cosas recién empezadas, del boceto en el que se intuye ya la silueta de lo monstruoso, y por eso mismo, nadie mejor que los alumnos para señalar las fallas, los puntos negros, las puestas-en-abismo. Por eso mismo no nos gustaría que nadie pensara que lo ocurrió allí en la Semana de la Comunicación fue una única conferencia. Antes bien, fue una provocación, una inmensa equivocación con vistas a convertirse en Verdad, en Palabra, en asidero para el sujeto.

REFERENCIA

(1): PORGE, Erik, Jacques Lacan, un psicoanalista. Recorrido de una enseñanza, Editorial Síntesis, Madrid, 2000, p.80

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